Crítica Nadie sabe nada de gatos persas


Iraníes ociosos 1 2 3 4 5
Escribe Marcial Moreno


Cartel de Nadie sabe nada de gastos persas

Cuando al comienzo de la película se nos advierte de que lo que vamos a ver está basado en situaciones y personajes reales, no sólo se nos está indicando el magma desde el que se construye el relato fílmico, sino que, además, se está ofreciendo una declaración de intenciones que nos predispone a una actitud determinada ante la pantalla. No podemos obviar que se trata de una producción iraní, a la que se le suponen una serie de dificultades a la hora de plasmar las inquietudes de sus creadores, dificultades que provendrían no sólo del ámbito económico (en eso no se distinguirían de las de los países de nuestro entorno) sino, sobre todo, del político. Por lo tanto nos aprestamos a contemplar la realidad, la cruda realidad. Eso es al menos lo que esperamos.

Pero resulta que la realidad no es tan cruda. Es cierto que el director apuesta decididamente por la denuncia, y sobrados detalles nos dan fe de ello. Desde metáforas como los pájaros enjaulados (como presos están, se supone, los músicos que protagonizan la película), hasta la planificación opresiva de los espacios, pasando por las referencias constantes a la persecución policial y las detenciones. Sin embargo lo que de hecho se nos cuenta carece de la fuerza dramática necesaria para suscitar la complicidad del espectador. Digamos que el material con el que se pretende construir la denuncia posee tan poca enjundia que deja más bien indiferente.

Nadie sabe nada de gastos persasSe nos viene a decir que estos chicos aficionados a la música no pueden tocar como quisieran ni donde desearían, y por ello han decidido irse a Londres. Eso si que es matar moscas a cañonazos. Pero resulta que no pueden irse. Y no pueden hacerlo, en primer lugar, porque no tienen constituido el grupo del todo, y tienen que ir reclutando músicos por ahí (no parece ése el mejor método para asegurar el éxito londinense), pero además porque alguno de ellos no tiene pasaporte (acaban de salir de la cárcel, de la que, por cierto, parece que todos salen y pocos entran), si bien esto no debe preocupar demasiado, dado lo bastante fácil que parece hacerse con uno en el mercado negro. En cuanto al dinero, nada que temer, ya que la madre de uno de ellos les envía desde el extranjero unos cuantos miles de dólares. ¿Dónde está entonces el problema? No se sabe muy bien. Se nos insiste en que los jóvenes músicos que proliferan en Teherán tiene dificultades para expresar su arte, aunque viendo lo que la película nos muestra tales dificultades parecen provenir sobre todo de las molestias que causan a los vecinos, y no de una persecución policial que, si no hace la vista gorda, es que es completamente inofensiva, dada la facilidad con que podrían ser apresados. La presentación fuera de campo de la policía, es decir, del enemigo, quizá quiera mostrar su invisible presencia, pero acaba sugiriendo más bien su ausencia en tanto que totalmente ineficaz.


Con todo ello la idea que finalmente se nos queda no es la de un grupo de artistas perseguidos, sino más bien la de unos jovenzuelos malcriados, desideologizados (apenas ninguna referencia política. Tan solo el grupo de raperos) y preocupados por asuntos tan profundos como viajar a Reikiavik a conocer a uno de sus ídolos. Desde esta perspectiva el suicidio con el que se resuelve la película resulta excesivo, sobreactuado. No había para tanto.

Nadie sabe nada de gastos persasSi el engranaje que ha de mantener firme la película es de este tenor, se comprende que el entramado se tambalee. Por otra parte la idea tampoco da mucho de sí, y se torna rápidamente repetitiva. Para intentar sostenerla la película se transforma en un repaso de las distintas iniciativas musicales que se desarrollan en la capital iraní, en una especie de catálogo de géneros y estilos que abarcan desde el rock independiente de los protagonistas (¿Rock independiente en Irán? ¿Independiente de quién?) al rap o la música tradicional. Con una estética de videoclip un tanto trasnochada el director realiza una especie de travesía por el submundo de Teherán en el que afloran, no sabemos si a su pesar, aspectos que no por conocidos dejan de sorprender. A saber: la enorme occidentalización de un país que representa al enemigo en su más pura esencia, el azote de occidente, la reserva espiritual irreductible e inasequible a las garras homogeinizadoras que todo lo pueden. Nada de eso. La conquista cultural del dólar no se detiene ni ante esta frontera. Y no es sólo que el cine que se consume sea el americano o la mayoría de la música que se produce sea en inglés. Es que los estilos que reconocemos en el largo muestrario que se nos ofrece son copiados del referente americano, los temas tan insustanciales como los de allí, y los que los cantan y sus seguidores perfectamente intercambiables con cualesquiera de los que se podrían encontrar en nuestras sociedades, dejando al margen algunos signos externos que se revelan, por todo lo dicho, como absolutamente vacuos. Y de ese Irán opresivo y opresor que insinúa la película nada de nada. Más bien al contrario: una sociedad dinámica, viva, en constante construcción (sorprende la cantidad de obras que tiene la ciudad), ajena a los fundamentalismos, insatisfecha, respondona y hasta alegre. No sé si Londres la mejoraría.

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