Crítica de La cinta blanca

A por el Oscar 1 2 3 4 5
Escribe Marcial Moreno

Cartel de La cinta blanca

La cinta blanca
, última obra de Haneke, ha suscitado un generalizado sentimiento de admiración, cosa poco frecuente en las películas de este autor. Observándola con cuidado puede entenderse el cambio de actitud por parte de la mayoría de los espectadores (la crítica nunca le ha negado su reconocimiento al director austríaco), y es que, aún manteniendo las claves definitorias de su estilo, ha suavizado las formas y ha pulido el tono desconcertante con el que hasta ahora había construido sus películas. En otras palabras: se ha popularizado.

VayLa cinta blancaa por delante que La cinta blanca es una buena película. Haneke no sólo ha conseguido crear un modo personal de hacer cine, sino que ha alcanzado un dominio técnico y expresivo apabullante. En este caso recurre al blanco y negro, casi exento de grises, y por lo tanto muy contrastado, para narrar la historia de una época ausente de color: Ausente en el doble sentido que haría referencia por una parte a los restos cinematográficos y fotográficos que de ella nos han llegado, y también al que alude a la vida emocional, y casi geográfica, de los protagonistas. La alegría que puede transmitir el colorido está aquí del todo ausente.

La película se construye sobre el rumor y la leyenda que éste genera. El hilo conductor es la visión del maestro del pueblo quien, mediante la voz en off que recorre todo el metraje (Haneke declaró que la voz en off, por primera vez presente en sus películas, era un recurso casi ornamental, para intentar transmitir algo así como la lejanía de la época mostrada. Falso: la película se vendría abajo sin el tamiz del narrador), desgrana unos hechos que ocurrieron a principios de la segunda década del siglo veinte en un pequeño pueblo del norte de Alemania.
Esta estrategia narrativa representa sobre todo una potente herramienta al servicio de la tensión: Quien cuenta la historia no es el Dios omnisciente que administra la información ofrecida y que por lo tanto convierte la tensión del discurso en un juego con los espectadores, en un engaño dosificado, sino que ahora quien nos muestra lo ocurrido nos aporta la limitada información que posee más aquellas sospechas que no se atreve a pronunciar pero que se leen entre las líneas de lo que dice, originando así, como no podía ser de otra forma, un relato fragmentado, incompleto. La sospecha es, por lo tanto, la conclusión a la que nos conduce la narración sobre una época y un lugar en los que la duda, el encubrimiento, la verdad apenas insinuada, se erigen en la columna vertebral de la existencia. Sin el narrador elegido por Haneke nada de esto sería posible. Quizá no exista un modo mejor de mostrar no ya aquello que insiste en ocultarse, sino la tensión entre lo oculto y lo mostrado.

La cinta blanca
Desde el punto de vista formal la película es impecable. Los personajes parecen surgidos verdaderamente de otra época. El director declaró que el casting para elegir a los niños fue laboriosísimo, y se nota. Pero más apropiados aún resultan los adultos, algunos de los cuales parecen salidos directamente de algún cuadro de Vermeer quien, a pesar de pintar unos siglos antes y en un territorio algo más al oeste, muestra, con su persistencia, el anclaje histórico de los personajes de la película.

La composición del plano, por su parte, está casi siempre minuciosamente estudiada. El equilibrio de esa composición suele ser el punto de partida del enfoque, equilibrio que muchas veces se rompe con un ligero movimiento de cámara para restaurarse acto seguido. Ni que decir tiene que de este modo se sugiere el rígido, pero a la vez frágil (rígido en sus formas, frágil en su constitución) orden social en el que nos encontramos.

Pero a pesar de todo algo le falta a esta obra para que los incondicionales de Haneke nos reconozcamos plenamente en ella. Quizá sea la relectura a la que por lo general obligaba el final de sus películas. Casi como una marca de fábrica, esos finales siempre dejaban en el aire la respuesta al enigma planteado. Eran verdaderos finales abiertos, por cuanto correspondía al espectador, y sólo a él, encontrar la respuesta o el sentido de lo que acababa de ver. En este caso, aunque pueda parecerlo, no es eso lo que ocurre. Sin que se note excesivamente, el demiurgo ha inventado el mundo y nos ha conducido al punto de llegada preestablecido, es decir, ha cercenado la aparente apertura, y con ello ha degradado el valor de la voz en off narradora.

Y es que en el fondo la estructura de la película es tramposa. Juega a esconder lo que ocurre, pero con las cartas marcadas. No sabemos a ciencia cierta si los niños son los causantes de los extraños sucesos que allí se cuentan, sin embargo la decisión al respecto no nos corresponde tomarla a los espectadores, por cuanto en todo momento se nos ha abocado a creerlo. Haneke, en este caso, nos ahorra el trabajo de pensar, piensa por nosotros. Nos ha ofrecido todas las claves que obligan a atribuir a los niños la autoría de los hechos, aunque mediante una pirueta retórica quiera esconderlo.

La cinta blanca

Esa retórica también está presente en otros momentos de la película. Las aparentes elipsis mediante las cuales se quiere esconder la violencia del castigo no eliden en realidad nada. Más allá de incidir en la clausura (puertas y ventanas que se cierran, otra constante de la película) su función narrativa es escasa. No se sustrae lo ocurrido, sino que, antes bien, queda remarcado, máxime cuando se repite la escena casi idéntica hacia el final de la película. Un artificio poco afortunado.

Algo similar podría señalarse respecto a la construcción de los personajes. No diremos que resulten esquemáticos, por cuanto pueden apreciarse en algunos ciertos matices, como el caso del reverendo, estricto en la educación de sus hijos pero al mismo tiempo comprensivo con el menor de ellos cuando le muestra el pajarillo que acaba de capturar. (Ya se sabe que los nazis, cuando regresaban a sus casas tras la jornada en Auschwitz, se preocupaban por una irritación de garganta en sus retoños). Pero aunque los personajes, tomados uno a uno, no lo sean del todo, sí que es esquemático el marco en el que interactúan: los adultos varones asumen el papel de torturadores, sutiles a veces, pero siempre desalmados (salvo el maestro que nos cuenta la historia y huye del lugar); los hijos y las mujeres son las víctimas, y entre los jóvenes los que ya alcanzan la adolescencia están contagiados por la maldad de sus progenitores, mientras que los más pequeños aún conservan la pureza de la infancia. Este es el diseño de la película, y las excepciones, mínimas, no sirven sino para confirmar el modelo.

La cinta blancaLa presencia de la violencia, casi siempre elevada al rango de protagonista, es otra de las constantes del cine de Haneke. Pero también aquí el tratamiento que de ella se hace ha sufrido una importante transformación. En obras anteriores (Funny games, Caché) se nos presentaba como algo ciego, incomprensible, sin posibilidad de ser apresada y asimilada en su significado. Ahí anclaba el desasosiego que se transmitía al espectador, al cual correspondía en última instancia la posibilidad, incierta, de darle sentido. En cambio en La cinta blanca esa violencia queda explicada, conocemos sus causas, se enmarca dentro de unas coordenadas contextuales que la hacen inteligible, algo que, por muy rechazable que resulte, la hace comprensible, permite apropiárnosla. En definitiva: la desactiva. No hay nada que temer. Nosotros no somos así, y por lo tanto el problema terminará al salir del cine. Para los descarriados que persistan en el error se han mostrado los caminos de la redención. En La cinta blanca, si la comparamos con sus anteriores películas, la violencia ha quedado muy dulcificada.

Quizá aún más molesto resulte el aire moralista que desprende la película, una vez más impropio de su autor. Esa moralina vendría a decir que la causa de la Gran guerra, y de su consecuencia, el nazismo, hay que buscarla en la educación recibida e impartida por las generaciones anteriores. De nuevo todo explicado, y de nuevo salvados. No se trata de una maldad intrínseca al ser humano, sino de un comportamiento errado, y por lo tanto susceptible de reconducción. El rigor de semejante tesis es cuanto menos discutible, aunque resulte tranquilizador. Sin embargo podríamos aceptarlo en tanto que análisis sociológico si no fuera por el insoportable aroma beatífico que transmite. Eso es lo peor.

Cuando escribo estas líneas aún no sé si Haneke ha ganado el Oscar a la mejor película extranjera. Lo consiga finalmente o no, lo que sí hay que reconocerle es que ha puesto todo lo que estaba en sus manos para conseguirlo. Su paso por la industria hollywoodiense le ha servido para aprender en primera persona los resortes a aplicar para alcanzar ese objetivo. Aunque sus admiradores de siempre quedemos un tanto decepcionados.

Haneke con los niños protagonistas


Comentarios

Entradas populares de este blog

Crítica de Mi nombre es Khan

La Filmoteca. Programación del 3 al 8 de marzo de 2020

Crítica de Fama