Crítica de El pastel de boda
Entre hipocresía y ternura 1 2 3 4 5
Escribe Carlos Losada
No deja de ser estimulante contemplar el juego que la burguesía francesa de provincias, y de cualquier capital y sitio mundano aunque no esté en Francia, puede provocar en cualquier lector y espectador dispuesto a examinar el comportamiento de sus semejantes. Aquí todo empezó con un best seller, escrito por Blandine Le Callet –publicado en España-, y ahora llevado a la pantalla por Denys Granier-Deferre.
Para empezar reconozcamos que la hipocresía es consustancial al ser humano, y que se ha practicado, y vivido, en todas las épocas de la historia conocida, y desconocida, esa que se oculta en los pliegues sinuosos del cerebro. Y se practica, y ha practicado, porque conviene a nuestra forma de relacionarnos con los demás; y, a veces, hasta de entenderlos. Lo cual no quiere decir que seamos hipócritas por naturaleza, sino que, sobre todo los buenos burgueses, hacen gala de ella de una manera que al cinismo dejan corto y alicaído.
Y como era de suponer, las apariencias pues son eso, apariencias. Porque después de unos primeros minutos de titubeos -la llegada de los familiares y amigos para asistir a la ceremonia eclesiástica y el consabido banquete en el "chateau"-, los hechos cotidianos, vamos a llamarlos así, van saliendo, llenando la pantalla, y lo que está más allá, para llevarnos hacia una pertinente, y a veces tierna realidad, que, como ya sabemos, no puede ser engañada.
Empieza con la presencia de la abuela, apoyada en su bastón, y a la que presta figura, actitud, rostro y voz la siempre imprescindible y excelente Danielle Darrieux, que no solamente enaltece y hace más que creíble su personaje, sino que proporciona las claves para que la hipocresía sea puesta al desnudo. Al poco, en la ceremonia de boda en la iglesia, otro excelente actor, Jean-Pierre Marielle, empuja las fichas en la misma dirección, al equivocarse con el nombre del contrayente, Vincent, y pronunciando en su lugar el suyo propio, Víctor, en consonancia con lo que ve y el recuerdo de la ternura que antaño tuvo y disfrutó.
A partir de este momento, y en las miradas de Darrieux y Marielle, tenemos toda la fina ironía que Granier-Deferre destila hasta que aparece el final, tan abierto como realista, para contarnos la historia rocambolesca de amores consumados y renegados, por interposición de la sociedad y la iglesia, y las consecuencias que aquello supuso para unos y otros.
El redondeo, la sinceridad y la ternura, se muestra en la historia del cura y la abuela, Marielle y Darrieux, dando una lección de interpretación y humanidad como pocas veces –obsérvese a Marielle cuando va a la iglesia a preguntarle a Dios- y que nos llevan a lo contrario que los demás postulan: ¿la hipócrita apariencia debería prevalecer para estímulo de la burguesía?
De que no sea así se encarga Denys Granier-Deferre y su equipo, todos los actores incluidos, aunque a veces se revolotee con cierto exceso por el convite y algunos invitados que no acaban de encontrar su sitio, dándole una importancia que tal vez no tengan, aunque se muestre de forma natural.
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