Crítica de Madres e hijas
De aquí a la maternidad 1 2 3 4 5
Escribe Juan Ramón Gabriel
Es una estrategia inteligente por parte del guionista y director Rodrigo García idear películas cuyas protagonistas sean mujeres maduras acuciadas por problemas –serios y maduros- propios e inherentes a su largo periplo vital. De esta manera consigue la entusiasta participación de cualquier actriz del ámbito hollywoodiense gratis et amore, por el prurito de destacar como actriz, por la ocasión que se le brinda de mostrar su capacidad interpretativa en papeles confeccionados ex profeso para dar rienda suelta a un talento que la industria dominante les hurta o desvirtúa.
Así pues, la presencia de Naomi Watts o de una cada vez más ligera y suelta Annette Bening desempeña una doble función: por un lado están agradecidas y entregadas por la oportunidad de poder actuar, de ofrecer al público sus dotes dramáticas; por otro, son un reclamo por su fama para conseguir publicitar un producto que se quiere independiente, siendo tal adjetivo una contradicción en la cinematografía norteamericana, cuando no una etiqueta más, con un plus añadido de prestigio, con la que insertar nuevas mercancías para un nicho de mercado que anhela consumir productos exclusivos y avalados culturalmente.
Para mayor inri, el asunto que desarrolla el filme es el tema por antonomasia femenino (que no feminista): la maternidad. En concreto, la incapacidad de llevar a buen puerto una maternidad satisfactoria y plena, reconfortante y gratificante, feliz y vivificadora. Que quede claro desde el principio que el director apuesta por el sentido más tradicional de esta concepción maternal: la necesidad de toda mujer de ser madre y las funestas consecuencias que tal anhelo, cuando no se ve cumplido, puede acarrear, esto es, el reverso negativo de una maternidad frustrada: la infelicidad.
En cierto modo, se nos ofrecen los efectos derivados de un embarazo no deseado, que en una película como Juno se dejaban de lado en aras de una especie de cuento de hadas maternal, con final y desarrollo apologéticamente felices. Madres e hijas sería la continuación de aquélla, pero mostrando la cruz, las terribles secuelas que un embarazo no deseado y su gestión provocan en las personas implicadas. Mediante una triada femenina protagonista, la madre a la que se le robó su hija; esta propia hija anclada en una satisfacción vital canalizada a través de su profesión de abogada, más una joven de color, Lucy, estéril y por tanto incapaz de dar un hijo a su marido, ante lo cual apostará por la adopción; con esta estructura tripartita y alternativa, Rodrigo García pretende ofrecer un muestrario de la condición maternal.
La sinóptica escena inicial resuelve con acierto la prehistoria de este embarazo, arrancando el filme treinta y siete años después de que Karen (Annette Bening) tuviera que desprenderse de su hija (Naomi Watts), entregándola en adopción. Esta madre frustrada, castrada, que encarna Annette Bening, vive con su anciana madre, responsable de la decisión que ha desgarrado emocionalmente a su hija. La relación entre ellas es fría, distante. Karen trabaja como enfermera, terapeuta de problemas con dolor crónico, pero es incapaz de cuidar a su madre, para lo cual contrata a una inmigrante latina que, inopinadamente, sí consigue establecer una relación afectuosa con la madre de Karen. Posiblemente esta primera parte, presentadora y descriptiva sea la mejor de la película. En ella, el dolor y el malestar son dueños de unos personajes atormentados. Karen mitiga el dolor crónico de los demás, pero es incapaz de aplicar su profesionalidad a la relación con su madre y a sí misma. Sus aplicaciones terapéuticas sirven para los cuerpos, pero no consiguen curar su alma rota, su dolor espiritual.
La costra de dureza emocional, la gélida frialdad afectiva de Karen es compartida por su hija Elizabeth, una Naomi Watts en la piel de una eficaz y competente abogada, fría como un cuchillo, dispuesta a utilizar su condición de mujer para ascender profesionalmente: no se lleva bien con sus jefes cuando son mujeres porque la consideran una competidora y les provoca inseguridad (y con razón). Por último, Lucy necesita ser madre, pues corre el riesgo de no satisfacer el afán de paternidad y reproducción (tan satisfecho está de sí mismo) de su marido, con el peligro de que, si no subsana esa carencia congénita, puede ser abandonada (Lo será, a pesar de sus ímprobos esfuerzos).
Al lado de estos personajes femeninos, tan fuertes como espiritualmente truncados, pululan los hombres, en un claro papel secundario: unos, inconsistentes y vanidosos (el marido de Lucy); otros, temerosos de sufrir el terrorismo sentimental de sus ambiciosas subalternas (el jefe de Elizabeth, interpretado por Samuel L. Jackson); el mejor, el compañero de trabajo de Karen, que se convierte en un aliado para extirpar su malestar, amén de convertirse, de la noche a la mañana, en su marido.
Por otra parte, el director también incide en la relación especial de algunas protagonistas con sus madres, como es el caso de Lucy y de la joven negra que elige, en un primer momento, a Lucy como candidata a madre adoptiva, hecho del cual, al tener a su hijo en brazos, se arrepentirá, hundiendo en la más negra de las miserias a la ilusionada Lucy, a estas alturas de la película abandonada por su marido: él quiere un hijo de su propia sangre, no un sustituto.
Tangencialmente, el director pretende exponer una dialéctica entre si la paternidad y la maternidad es algo biológico o cultural, aprendido, pero él mismo parece hacerse un lío con el asunto y cuando no le conviene lo deja de lado.
Y en este dejar de lado los obstáculos que se le plantean a un guión débil y complaciente, concebido para alcanzar un crescendo climático y catártico con el que resolver la también frágil tensión que ha ido tejiendo; en este abandono real de sus deberes de guionista es donde el filme zozobra y hace aguas. ¿Cómo es posible que Karen haya esperado treinta y siete años para dar algún tímido paso en busca de su hija, hasta que su madre fallece? El personaje tiene un carácter fuerte y amargado que no casa con una hija sometida y obediente. Lo podía ser a los quince o veinte años, pero no a los cincuenta y dos. Además, siente celos de la relación que su madre establece con la hija de su asistenta, la golpea emocionalmente. ¿Durante treinta y siete años no había recibido otros indicios que activaran su mecanismo afectivo?
Elizabeth, la desconocida hija de Karen, ha cursado estudios universitarios y goza de una excelente posición económica. ¿Quién se la ha suministrado? ¿Sus adoptivos padres que apenas son mencionados, viviendo aún su madre adoptiva con la que dice no mantener casi ninguna relación? ¿Tan desagradecida se puede ser? ¿O es que la madre adoptiva no es madre a ningún efecto?
La historia del embarazo de Elizabeth resulta forzada, extraída con fórceps, así como su repentino viraje sentimental: de dura pasa a blandita, tránsito en el que es motivada por una vecina adolescente ciega, trasunto supuesto de la edad que tendría su madre cuando la parió y abandonó, especie de Casandra oracular que la incita al perdón.
A saber, cuando los personajes deciden emprender el camino de la redención y reconciliación consigo mismos y con los demás, el guión se precipita desde lo melodramático hasta rozar lo folletinesco, a pesar de la sujeción y contención formal, mediante la planificación y los movimientos de cámara. Los neumáticos emocionales chirrían (inefable el recurso a la carta traspapelada que hubiese puesto en contacto a madre e hija, un año antes) y la historia derrapa, pero el director guionista recurre a los air-bags para amortiguar el choque, ofreciendo muertes, aunando esperanzas y entregando reconocimientos.
Como trasfondo, la omnipresente monja católica encargada de gestionar las adopciones, de otorgar felicidad, así como de ser icono católico de una sombra religiosa que el guión amaga cuando le interesa y que esconde cuando no le resulta útil.
Por último, destacar el score musical de la película, superior en su efectividad emocional a las imágenes, con una gradación intensiva acorde al tema planteado, que no a su tronchada realización y plasmación.
Madre no hay más que una, afortunadamente.
Película sensible con momentos excelentes. Lastima que al final todo se quiera "cerrar". Un buen guión, una excelente utización de la música. Algunos confunden un guión trabajado-como en este caso-con literatura. No es eso. Es la mejor película de las 4 realizadas por el hijo de García Márquez. Que bien utilizadas las elipsis, el evitar los subrayados. Un filme que retrata estupendamene a las mujeres como en las dos primeras. Momentos como la entrega casi final de la medalla de la niña a A. B. muestran la "mirada! de R. G. Buenas actrices. Un conjunto de personas arropando al realizados como Cuarón, del Toro o el dire de Amores perros. Sin ser una obra maestra, el films supone un aliento de aire fresco... en este caluroso verano. Interesante.
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