Crítica de Visión: La vida de Hildegard von Bingen

Visión borrosa  2  3  4  5 

Escribe Juan Ramón Gabriel

Decepcionante y fallido biopic de una santa alemana por la indefinición con que ha sido tratado: a medio camino entre la reivindicación feminista y el relato pedagógico histórico, señuelos de moda para atrapar la atención del espectador.


Visión


Una manifiesta intención didáctica guía el pulso cinematográfico de la directora M. von Trotta a la hora de recrear en imágenes la vida de la monja protagonista que da título a la película.

Dentro de la tradición germánica , se acoge al modelo de la Bildungsroman (novela de formación) como punto de partida, tamizado en el contenido por la hagiografía, pues al fin y al cabo el objeto de estudio es una santa, y en el género cinematográfico por el biopic.

Con estos mimbres encara un relato que se pretende realista y formalmente contenido, pero que deviene panegírico, maniqueo e irresolublemente lastrado por el anacronismo ideológico que, paradójicamente, debía modernizarlo (la historia de una brillante mujer narrada por otra mujer como nítido antecedente ejemplarizante de la lucha de las mujeres por conseguir respeto e igualdad de derechos sociales).

Para mayor inri, la perspectiva feminista y reivindicativa que late en la historia es saboteada, desde el interior de la misma, por el escorarse hacia el melodrama fílmico cuando la directora se ve en la necesidad de insuflar un conflicto dramático que actúe como catalizador de una historia que no termina de encontrar el cauce adecuado por el que discurrir.

Estructuralmente, la película expone las carencias del guión. Que la escena inicial, situada en la última noche del último año del primer milenio, responda a una ilustración del pensamiento supersticioso y apocalíptico que se apoderó de la población y de su visión religiosa del mundo (ambos, pensamiento y religión, indefectiblemente unidos en la cosmovisión medieval), tratada con el histerismo propio de una secta; que esta secuencia inaugure la película, desgajada cronológicamente casi un siglo del nacimiento de la protagonista, sólo puede pretender mostrar el clima de superchería e ignorancia en el que se iba a desenvolver la futura santa.

De igual modo, la escena anterior incluso va precedida de unos flagelantes, inmersos en su lacerante labor: mortificando su cuerpo como penitencia (lectura para el espectador: ignorancia y salvajismo). Esta flagelación reaparece y encadena este apéndice inicial con su tronco narrativo e ideológico: las escenas de laceración aparecen en la vida monacal donde es recluida la niña Hildegard, con un profundo impacto sobre la misma y su futura visión del mundo: por supuesto que ella no recurrirá a procedimientos tan bárbaros.

La etapa de formación de Hildegard, bajo la égida de Jutta von Sponheim, magistra que generará a su alrededor, en el espacio de un monasterio masculino, una escuela de seguidoras, se salda con apenas unos minutos, hurtándonos todo el proceso de aprendizaje intelectual, espiritual y emocional de la joven novicia. Este breve capítulo se utiliza para exponer el conflicto axial que sustentará dramáticamente la película: la envidia, emocional e incontrolada, que provoca la joven novicia en el espíritu de otra joven novicia, Jutta, como la primera magistra, y que se convertirá en fiel seguidora y apoyo firme de Hildegard hasta la muerte. Envidia por el tratamiento deferente que la magistra otorga a su discípula.

Con una elipsis de treinta años, asistimos a las abluciones mortuorias de la magistra Jutta, lavatorio que nos permite contemplar las laceraciones que un cilicio ha infligido en su carne.

De nuevo, remarcada, la mortificación del cuerpo mundano, vía que nuestra protagonista esquivará mediante el estudio y a través de sus “visiones”, procesos más catatónicos, aunque conscientes, que extáticos. De manera arbitraria surcan la narración, en especial cuando ésta se encuentra en algún atolladero o cuando Hildegard se enfrenta a un conflicto de autoridad con sus superiores masculinos.

Estas visiones son más narrativas que poéticas, más propedéuticas que lírico–eróticas: habrá que esperar a la mística española del siglo XVI para que alcancen un valor literario–religioso universal. La “mísitica” germana responde a una especie de ética aristotélica al modo religioso, con una serie de aforismos que no desentonarían en un manual moderno de autoayuda o en un libro de Paulo Coelho.

Tras la muerte de su mentora, Hildegard toma el testigo, después de obligar a la jerarquía del monasterio a que se cumplan los preceptos de elección “democráticos”: su cargo ha de ser refrendada con el voto de sus hermanas. Menos por un voto (la envidia de su compañera Jutta sobrevuela el plano), se la refrenda.

La narración se explaya en la descripción de la intrahistoria del monasterio: el estudio, el cultivo del huerto, la copia de libros… y en el conflicto entre la protagonista y la jerarquía; en el afán por independizarse y encontrar un espacio privado (Una habitación propia, como diría Virginia Woolf), un convento en el que las asechanzas de la carne por la convivencia mixta dejen de tener funestas consecuencias. El carácter indómito, la fuerza interior de Hildegard es inversamente proporcional a su debilidad corporal. Frente a las dificultades y obstáculos, se crece. Hace públicas sus visiones y, en un primer momento, cuentan con el interesado respaldo de su abad, que intuye un beneficio económico y material para el monasterio (peregrinaciones, donaciones…). Como fiel aliado masculino, complementario del de Jutta, contará con el respaldo del padre Volmar, confesor de las monjas.

Atascada la narración y sin un conflicto que la haya hecho elegir un rumbo preciso y claro, en medio del sopor de los espectadores, se recurre a la anáfora estructural y al paralelismo narrativo: Hildegard recibirá en el convento a Ricarda von Stade, una joven de dieciséis años, noble, que atraída por la fama de la monja (en la película tal fama no nos ha sido mostrada) quiere ingresar y profesar a su lado. Pese a las iniciales reticencias, es aceptada. Y a partir de ahora se desarrolla un nuevo proceso de formación, éste sí explícito, entre la magistra y su nueva novicia–discípula. El encanto de Ricarda enamora a Hildegard, en una ambigua relación que platónica y espiritualmente expone un amor de base lésbica, por mucho que la pretensión de la directora sea glorificar el Amor y normalizar–obviar lo lésbico. Aquí la película se precipita en el territorio del melodrama, especialmente cuando la discípula ha de ocupar el puesto que le corresponde por su status en la organicista sociedad medieval: abadesa de un nuevo convento.

El desgarro emocional, la laceración amorosa que se desata en Hildegard le hace incumplir todos sus preceptos: simétricamente, ella vive en su propia carne el dolor que, involuntariamente, ha propiciado en carnes y corazones ajenos. El conflicto se soluciona melodramáticamente, pero la fuerza de superación y de voluntad de Hildegard es tal que se repone con energías renovadas: debe empezar a predicar, para lo cual abandonará la seguridad del convento. Con su fiel Volmar como “escudero”, a tal tarea se encomienda y tal viaje emprende. Final de la película.

De este abrupto modo finaliza una historia caracterizada por la indefinición, a medio camino entre lo histórico y lo religioso, con una finalidad didáctica y reivindicativa enmarañada en medio de un conflicto emocional y humano, del que no ha sabido extraer las chispas pertinentes para encender un relato que fluye parsimonioso sin una singladura diáfana; con un diseño de producción pobre, muy pobre, más propio de una serie televisiva pedagógica y divulgativa, con el agravante del modelo de representación televisivo alemán: aburrido, aburrimiento que no es compensado, ni de lejos, por el espesor intelectual o doctrinario que también se ha orillado.

Una mera ilustración de la vida de una santa germana, para cuyo más cabal y profundo conocimiento deberemos recurrir a otros medios, pues el cinematográfico apenas ha sabido marcar una pauta de aproximación somera y superficial, intranscendente.



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